ANTOLOGÍA DE TEXTOS DE CONSUELO BERGES RÁBAGO. II Día de las Letras de Cantabria. Selección de textos.

Escrito por Mª del Pilar Benedicto Vega.

Con motivo de la conmemoración del II Día de las Letras de Cantabria, ofrecemos desde esta página una selección de fragmentos de la obra de Consuelo Berges que nos permita conocer a esta autora de nuestra Tierra a través de sus propias palabras.

Se trata de una escritora que dedicó su mayor labor a la traducción de autores franceses, por lo que para esta selección iniciamos nuestra lectura con la Introducción que hace Consuelo Berges a la obra Rojo y negro, de Stendhal, que ella misma tradujo, y leímos a su vez su libro sobre el mismo autor, titulado Stendhal y su mundo. Como sabíamos que había publicado además artículos de prensa y que parte de sus escritos ensayísticos se recopilaron en un libro que se publicó en Argentina en 1930, titulado Escalas, nuestro interés se centró en acceder a alguno de estos textos.  Después de una ardua búsqueda localizamos un ejemplar de esta obra en una librería de viejo de Argentina (a un precio indiscutiblemente más asequible del que pedían en una librería de viejo de nuestra región) y con la grandeza de los medios actuales, en tres días hemos podido contar con este ejemplar de su obra en el que figura una dedicatoria manuscrita a la escritora argentina María Alicia Domínguez; hemos podido leer sus páginas y haceros esta pequeña selección de algunas de sus palabras que quisiera os fueran de utilidad para conocer a la autora a través de la etopeya de sí misma que dibuja en sus reflexiones.

(Para que los fragmentos tuvieran unidad de sentido pero no se alargaran excesivamente, me he permitido hacer frecuentes elipsis que no he señalado por evitar que el habitual símbolo (...) entorpeciera la lectura)

 

Consuelo Berges, Escalas, Argentina, 1930

 

 

 

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"Los editores españoles y el mérito de leer."  

Periódicamente, con una periodicidad casi diaria, los escritores españoles e hispanoamericanos disertan sobre la mal llamada crisis del libro escrito en castellano. Y digo mal llamada porque la palabra crisis, de cualquier cosa que se trate, se refiere siempre a un estado anormal y transitorio, no conviniendo, pues, tal sustantivo a una escasez de compradores de libros españoles que ha existido siempre y que se prolonga indefinidamente.

      

Estoy con Baeza en cuanto a la inconveniencia de restringir la producción librera. Al menos mientras no se demuestre que la producción de un libro malo impide o dificulta la publicación de un libro bueno y en tanto no se pruebe de modo indubitable que un mal libro –no me refiero a los libros moralmente malos, si es que los hay- es realmente dañino. Y ambas demostraciones me parecen difíciles. Si el libro malo es leído por una buena o siquiera mediana inteligencia, no hará sino desagradarle e incitarle a buscar otro mejor que indemnice su gusto. Si lo lee un imbécil, no le hará ningún bien –tampoco se lo haría un libro bueno- pero tampoco ningún mal. Casi siempre el mal libro será superior al buen imbécil, y algo le enseñará si es que algo pueda aprender un imbécil. Los libros están dotados de una supersensible afinidad electiva respecto a los lectores, o los lectores respecto a los libros: cada cual busca y halla el libro que viene a su medida, y el que no busca ninguno carece, seguramente, de toda dimensión espiritual.

(...)

Rechazadas, pues, todas las medidas –ya sean de Shopenhauer, o ya de los editores de Madrid- que tiendan a restringir la publicación de libros impresos, urge, evidentemente, estimular la demanda. Medios teóricos para ellos no faltan, ciertamente. Desde el tan infalible como largo y complejo de propulsar por la enseñanza la cultura, hasta el inmediatamente cristalizable de la protección oficial, que Baeza recomienda y que habría de concretarse de mil modos complementarios y diversos: campañas periodísicas -¡buen golpe para los que opinan que el periódico es enemigo del libro como el cinematógrafo del teatro!

Pero como nunca por mucho trigo fue mal año, yo me permitiré recomendar dos medios más que, no por su novedad y aparentes ribetes humorísticos deben ser despreciados: las sociedades de lectores mutuos y el premio a los lectores. Explicaré su pertinencia.

A pesar de las protestas de Baeza, es innegable que los productores de literatura son muchos en España, y más aún en Hispano-América. Son realmente muchísimos, si no en relación a lo conveniente y deseable, sí en relación al consumo. Ahora bien: el arte de escribir, como toda arte bella, y quizá más que otra ninguna, cuenta entre sus cultivadores muchos más amateurs que profesionales, son más, muchísimos más, los que escriben por la pequeña e inofensiva vanidad de ser leídos que por la dura necesidad de ser pagados; muchos más los que escriben por vocación irresistible que los que lo hacen por oficio explotable; muchos más los que publican por ambición proselitista y voluntad docente que los que imprimen por pesetas o pesos. /…/ Y como siempre hay gentes de buena voluntad, dispuestas a impulsar empresas culturales, podría también crearse una sección de socios protectores de dos clases: unos que aportaran su dinero, y otros su tiempo y su paciencia; es decir, unos que pagaran sin obligación de leer y otros que leyeran sin obligación de pagar, pero sin derecho a escribir. Y habría, por último, contadísimos socios honorarios que, por derecho propio, disfrutaran el alto y doble privilegio de ser leídos y pagados sin reciprocidad obligatoria. /…/ ¿Por qué no intentar las sociedades de lectores mutuos, a la manera que acabo de esbozar, susceptible de mil enmiendas y mejoras?...

Vayan los fundamentos de mi otro medio de aumentar la demanda de libros: premios a los lectores.

Es corriente y plausible estimular la buena producción de libros premiando los mejores (al menos en teoría). Y si uno de los indiscutibles medios de estimular la producción es el premio al autor, ¿por qué el premio al lector no ha de ser asimismo uno de los indiscutibles modos de estimular el consumo? No es ciertamente cosa inusitada el premio al consumidor de otros productos; de mil manera, más o menos ingeniosas, está hace tiempo establecido el numerito que da derecho a un regalo y suscita la loca fantasía dando opción al sorteo de un automóvil o de un viaje a Sevilla. Y si se premia al consumidor de lo necesario – garbanzos, medias, bicarbonato de sosa- con mucha más razón debe premiarse al consumidor de esa cosa –el libro- considerada aún como superflua. Muy oportunas las prédicas culturizantes, muy hermosos los himnos al libro y a Guttemberg; pero… ¡hay que ponerse al día en los medios de propaganda! Y un obsequio al interés y a la vanidad de las gentes es y será siempre eficaz. Durante mucho tiempo se estuvo predicando la necesidad de la educación física, pero hasta que ella no fue servida o disfrazada en forma de deporte, de juego, de torneo, de campeonato y hasta de negocio, nadie la hizo gran caso.

Vengan, pues, los concursos, los torneos, los campeonatos de lectores y de profesionales del leer; vengan las distinciones a los buenos lectores paralelamente a las distinciones a los buenos escritores; prolónguese hasta aquellos los adjetivos laudatorios que tanto se prodigan a estos: que en las gacetillas periodísticas de todos los días lleguemos a leer frases como estas: “afanado lector”, “conocido lector”, “insigne lector”, “notable lector”, etc. Venga en fin un nuevo Nobel que establezca el Gran Premio Internacional de la Lectura…

Buenos Aires, 1929.

 

 

 

 Consuelo Berges, Escalas, Argentina, 1930

 

Creo que las piedras, por muy grandes que sean y por muy bien talladas, nunca han sido, por sí solas, un exponente de superior cultura, como no lo es tampoco algo más espiritual que el monumento arquitectónico: la producción pictórica, en la que hicieron maravillas los hombres primitivos de varias latitudes, los trogloditas de Altamira por ejemplo. La alta categoría de una cultura, señores, se manifiesta y prueba no en las piedras sin verbo – es decir, sin espíritu- sino en la viva ideología que perdura en los libros, estén escritos ellos en papel, pergaminos, papiro, piedra o barro.

(...)

 

Conferencia: “Los mitos indianistas”.

Señoras y Señores:

Fácil me sería – o, mejor dicho, fácil les es a otros, que a mí en verdad me es imposible. Apoltronarme halagando caprichos imperantes y aplaudiendo errores colectivos. Yo sé perfectamente –saber esto es muy fácil- la manera infalible de arrancar los aplausos y los plácemes de un auditorio cuyas tendencias y cuyas debilidades se conocen. Pero renuncio a aprovechar este conocimiento de gramática parda extrayendo de él la ventaja del éxito. Renuncio por incapacidad temperamental para el caso y porque esta disertación va informada por imperativos más o menos sentimentales que no quiero eludir.

Uno de ellos es ese gustoso hábito, difícil de explicar y de justificar, que nos lleva a oponernos a lo imperante y dominante en cualquier aspecto. Hábito de apariencia casi siempre desagradable y agria, que suele llamarse “espíritu de contradicción” y que tiene a veces cierta naturaleza quijotesca cuando la “contradicción” o disconformidad se manifiesta contra una mayoría, aunque esa mayoría lleve, por casualidad, razón: pues, por ser mayoría, además de razón, lleva también la fuerza y, en mi sentir, cualquier sinrazón débil es más digna de simpatía y apoyo que una razón blindada, que una razón acorazada en mayoría.

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Conferencia: Los mitos indianistas. “Nacionalismo y redentorismo”

Por lo que el indigenismo pueda tener de intención redentora a favor del indígena glebario y oprimido, menospreciado y explotado, mi conciencia humanitaria, - que necesariamente ha de estar por encima de mi entusiasmo hispánico- no me deja oponer apenas nada. Es tan noble el empeño de redimir al indio _económica, social y culturalmente-, que ningún espíritu honersto puede oponerse a él, sino aplaudirlo sin grandes reservas. Pero se da el caso de que este aspecto del indianismo es probablemente el menos sincero y el menos impetuoso. El indio glebario, menospreciado y explotado, que vegeta en la puna desolada de vuestra sierra y en los valles lujuriosos de vuestra Montaña, va ganando muy poco con que los jóvenes indianistas finjan atracciones atávicas y rememoren emocionados las leyes de los imperios más o menos fantásticamente imaginados. Otra cosa sería si los cálidos entusiasmos de estos jóvenes, en vez de ir proyectados al propósito absurdo de embadurnar de cobre la cultura del blanco y del mestizo americano, fueran encaminados, por camino más corto y no de retroceso a conducir al indio a una progresiva participación en la cultura y en la economía del blanco, que, por más que os pese, - y yo sé que en el fondo no os pesa-, son y serán vuestra cultura y vuestra economía, porque son hoy las únicas y no apunta aún por parte alguna el momento en que dejen de serlo.

Por otra parte, el amor que los indianistas hispano-americanos quieren manifestar hacia el indígena y lo indígena, no solo se traduce en gesto estéril y contraproducente, sino que… -¡perdonad!- me parece un amor de tan rara calaña, un amor tan poco temperamental, tan poco afectivo y tan poco efectivo… Por lo que aquí llevo observado, estoy casi segura de que los mismos jóvenes poetas que componen poemas enternecidos al poncho del indígena, no dejarán más de una vez de acudir a la palabra ¡indio! Como insulto supremo que desfogue su ira y su desprecio hacia algún semejante que les haya ofendido, así sea éste oriundo de las Islas Británicas. Ni les impedirá su doctrina redentorista y democrática acatar y emplear como corriente y natural esa vuestra clasificación de las personas en “decentes” y “plebe” esa clasificación de ideología brahamánica que suena extrañamente en los oídos europeos y que en la vieja, en la negra, en la aristocrática España no sería concebida ni sería tolerada.

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“El estupendo error del indianismo”.

Para mí es una vedad simple y evidente que las culturas no deben clasificarse en el espacio, sino en el tiempo, y que si, refiriéndonos a épocas muy pasadas, podemos aludir a una cultura egipcia, a una cultura griega, a una cultura romana, es porque en una época el mundo civilizado se reducía a Egipto; en otra, a Grecia, en otra a Roma… actualmente, señores, el mundo civilizado se reduce al Planeta: la cultura se ha hecho ya para siempre, universal . Y para evitar esto, sería necesario algo que es imposible: destruir las líneas ferroviarias y las líneas marítimas y las líneas aéreas y las comunicaciones inalámbricas, y condenar a muerte previamente a todo ser humano que, por cualquier medio de locomoción, se desplazara cien kilómetros del sitio en que naciera.

Cultura europea, cultura americana, cultura oriental… ¡Ah, qué frases tan vanas! El mundo, amigos míos, es, y está llamado a ser cada vez más -¡esos malditos transatlánticos, esos perversos zeppelines, esas nefastas ondas hertzianas!... – de una uniformidad desesperante. Una de las mayores decepciones de mi vida la sufrí al comprobar esta tremenda uniformidad del mundo que habitamos cuando yo arribé a América y contemplé análogo cielo, y escuché el mismo tango, y vi paisajes parecidos y personas análogas, con las mismas pasiones, defectos y virtudes que las que yo había conocido en mi propio país y aun en mi propio barrio, recordé el lindo título de una comedia quinteriana: “El mundo es un pañuelo” y renuncié con pena a mi excesiva fe anterior en la eficacia culturizante de los viajes.

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Los filósofos de antes aplicaban su talento al examen y sistematización de los grandes temas permanentes y abstractos que podían escribirse con mayúscula: la Vida, la Religión, la Naturaleza, el Alama, la Política, Los filósofos de hoy proceden más al día. No enfocan por ejemplo el formidable tema de la vida en abstracto y con mayúscula, sino a lo sumo, el tema de la vida en función del tiempo actual, en su concreta fase visible y en su presentida fase próxima. El realismo, que pasó en el arte, acusa su presencia en la filosofía. Ahora que en modo alguno toleramos al pobrecito novelista de costumbres, se nos impone una especie de filosofía de costumbres. Es curiosa, por ejemplo, la coincidencia de keyserling y Waldo Frank dedicando cada uno una gran conferencia al tema costumbrista de la mujer norteamericana.

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Stendhal y su mundo, de Consuelo Berges.

 Stendhal trata de esclarecer la causa de su falta de éxito humano en primer término, literario después. Y la encuentra. Paradójicamente, en su singularidad: “Nunca seré lo bastante vulgar …” Ser lo que se es y no lo que las conveniencias aconsejan ser era lo menos adecuado del mundo para resultar grato a los beocios, que son siempre la inmensa mayoría aun dentro de las llamadas clases selectas, aun dentro de las llamadas clases intelectuales. Stendhal es la inteligencia con punta de iridio, inteligencia escueta, suprasensible e irritable, tan insoportable para los tontos como lo es la tontería para los inteligentes. Y como rara vez encontraba “los tres o cuatro metros cúbicos de ideas nuevas que necesitaba cada día” para respirar a gusto, los síntomas de la asfixia le hacían reaccionar irritado contra la gente de su trato, y esta gente, a su vez, reaccionaba contra su irritación, traducida en ironía, en sarcasmo, incluso en salidas ciolentas o extravagantes que hacían fruncir el entrecejo a los currutacos y taparse los oídos a las damiselas de los salones a que asistía Stendhal.

En 1832 escribe: “sentía un horror casi hidrópico por todo lo grosero”. Para él, lo grosero es especialmente lo ramplón, lo pomposo, el tópico aprendido como asignatura del trato social. Y ese horror suyo, demasiado manifiesto, unido a los escasos atractivos de su estampa física, explica que Stendhal inspirara escasa simpatía a las gentes incapaces de adivinar, bajo su gruesa humanidad y su verbo incisivo, su sensibilidad extremada y la finísima calidad de su inteligencia. Para percibirlas había que ser casi tan inteligente como él, cosa por cierto nada fácil. Algunas excepciones hubo, sin embargo.

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En marzo de 1870 escribe a Pauline una carta que rebosa “buenas definiciones”, consejos de moral utilitaria y de prudencia escéptica, todo ello a cuenta del posible casamiento de la hermana. “Una pasión es la larga perseverancia de un deseo…” “Cuando el amor existe verdaderamente en el matrimonio, es un incendio que se apaga tanto más rápidamente cuanto más vivo era…”. “Cuando te cases, tienes que hacerte hipócrita” “Tienes que hacerte no beata – sería un salto demasiado grande y un papel demasiado aburrido-, pero sí razonablemente piadosa; confesarte una vez al mes…” “Debes disimular tu superioridad y gozar sola en tu gabinete leyendo un libro que te guste, o en una agradable velada, pero no te entregues al entusiasmo que eso podría producirte. Piensa que, cualquiera que sea la apariencia, tienes al lado una mano de madera que no comprenderá o envidiará tus goces. Pierde uno su llama queriendo comunicarla a esos pedazos de madera: hay que gozar de sí mismo en la soledad y, ante esos amigos, no descubrir el propio pensamiento sino a la medida del espíritu que tenemos enfrente”.

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¿Amó a Stendhal Métilde Dembowski? Seguramente no lo sabremos nunca. Pasados muchos años, escribirá él “Métilde no quiso decirme que me amaba” y más afirmativamente que le amaba y que nunca fue suya. Y Stendhal no era hombre que se hiciera demasiadas ilusiones como conquistador de corazones. ¿Por qué “no quiso decirle que le amaba”?

Pudiera ser simplemente porque era una mujer de principios morales poco frecuentes en aquella época y en aquel país. Pero el tipo moral y las circunstancias de Métilde invitan a atribuir a razones más trascendentales -y no solo al cuidado de su honra y de su fama- su repulsa a un amor tan rendido e insistente.

Se ha definido una categoría de mujer que, sabiendo que no caben dos grandes pasiones simultáneas en una sola vida, renuncia al amor en aras de la misión; un tipo de mujer que sacrifica lo más vital de su existencia a un servicio de orden social. Tal vez, amaba en efecto a Stendhal, y tal vez no quiso entregarse a aquel amor, no porque le importara superlativamente su fama, sino porque el amor había de distraerla forzosamente de la misión y porque la eficacia de su acción patriótica pudiera ser mayor cuanto más limpio su prestigio.

En todo caso, cabe afirmar que su hipotético amor por Stendhal no fue lo bastante fuerte para imponerse a la misión. Si dos grandes pasiones no caben simultáneamente en un alma, es la mayor, naturalmente, la que desplaza a la menor.

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 Introducción de Consuelo Berges a la obra Rojo y negro de Stendhal.

             Según Stendhal se ha perdido en las clases altas aquel “ambiente alegre, divertido, un poco libertino que, entre 1715 y 1789, es modelo de Europa”, y ha muerto en las clases populares, por falta de oxígeno, aquel clima de heroísmo, aventura, entusiasmo y azar que, en los primeros tiempos de Napoleón, ofrecía coyuntura a la energía y a la genialidad individual para que el hijo de un labriego o de un artesano pudiera llegar a general a los treinta años. Y, en sustitución de todo esto, ha nacido el gris imperio del dinero asociado con el de las buenas formas y de la vanidad. (Es lo que Stendhal llama una sociedad “étiolée” y Ortega, con adjetivo español equivalente, una “cultura anémica, una cultura sin espuela, sin la espuela del ideal, símbolo de una cultura caballeresca”.

    En esta sociedad que Stendhal quiere pintar en Rojo y Negro, la vida toda está regida por la afectación y por la hipocresía, los caminos de la fortuna son oscuros y fríos, sinuosos sin posibilidad de opción, y los caminos del amor – que suelen ser a la vez los de la fortuna, mediante el matrimonio calculado- excluyen el “amor pasión”, se conciertan en los salones y acaban en el despacho del notario. En esta sociedad, un joven con genio y ambición, pero sin estirpe ni dinero, no tiene otra alternativa que adaptarse o perecer.